Malala Yousafzai.
¿Acaso queda alguien sobre la faz de la tierra que siga desconociendo las hazañas de la joven pakistaní? Sin ánimo de desmerecer su coraje y lejos de ser proclive a simpatizar con las teorías conspiranoicas de algunos escépticos exagerademente antiamericanos –o antibilderberg– cabe reconocer que el fenómeno Malala está alcanzando unos límites maliciosamente cuestionables.
¿Acaso queda alguien sobre la faz de la tierra que siga desconociendo las hazañas de la joven pakistaní? Sin ánimo de desmerecer su coraje y lejos de ser proclive a simpatizar con las teorías conspiranoicas de algunos escépticos exagerademente antiamericanos –o antibilderberg– cabe reconocer que el fenómeno Malala está alcanzando unos límites maliciosamente cuestionables.
La joven pakistaní recibió un balazo en la
cabeza hace poco más de un año. Se convirtió en el blanco de los talibanes por
defender el derecho a la educación de las niñas en Pakistán.
Gul Makai.
Así firmaba la pequeña en el blog que la BBC
compartía con el mundo difundiendo el modelo de vida que el régimen del Tehrik
e Taliban Pakistan (TTP) había impuesto en el Swat.
La que hic
et nunc escribe, jurista por formación, especializada en derechos humanos
por pasión y devoción, no puede evitar que se le erice la piel al advertir el
férreo compromiso de la pequeña para con los derechos humanos.
Si bien es cierto que la causa en defensa de
los mismos debe ser parte de una campaña global y universal, resulta
desgarrador tratar de imaginar qué es lo que llevó a la joven a sacrificarse de
tal manera a tan temprana edad.
La dignidad no
entiende de edades.
Con
todo, o mejor dicho, pese a todo, no
pretendo ensalzar aquí a una figura que tan oportunamente y, en mi opinión, tan
míseramente, se ha convertido en el lavado de cara de los que controlan el
mundo. Los poderosos de turno han sabido aprovechar los felices acontecimientos
para sacar tajada de ellos y, por suerte o por desgracia, el contexto fruto de
los caprichos del azar los ha revestido de cierta credibilidad. El mundo árabe
llevaba ya un par de años siendo objeto de atención cuando Malala se dio a
conocer en el 2012.
La loable actitud de la niña se ha acabado
convirtiendo casi en algo reprochable. La normalización de la farsa por
la que nos hemos convencido de la existencia del choque de civilizaciones
convierte las grandes hazañas en banalizaciones propagandísticas del sistema.
Por todos es bien sabido que los medios de comunicación contribuyen bien a ello, como bien demostró la feliz e ilusamente aireada Primavera Árabe.
Dicen que la historia la cuentan
los vencedores, pero el presente aún no es historia y también hay que contarlo.
Es curioso ver cómo el paso del tiempo modifica las percepciones de hechos que,
con mayor o menor intensidad, llegaron a ser presente en nuestro día a día.
Aunque sólo sea por lo imparable de esa historia, cabe preocuparse por la
manera en que ésta se transmite a las nuevas generaciones.
Es
difícil dar con algún medio
de comunicación que no se hiciera eco de la noticia en su día: la historia es
conmovedora y digna de portada. No obstante, con independencia de que los
hechos sobresaltaran a la comunidad internacional por la propia sensibilidad de
los mismos, parece que algunos medios quisieron aprovecharse de su relevancia
mediática para venderlos con más o menos simpatía hacia la religión islámica.
Al fin y al cabo, no todos los días se presenta la oportunidad de demonizar al
islam convirtiendo en mártir viviente a una pequeña inocente de 15 años.
Líneas politizadas. Entrelíneas islamófobas.
Occidente no ha demorado mucho en sacarle
partido al filón de Malala, que parece estar al pleno servicio de los
mandamases del mundo. La joven pakistaní representa
el éxito de la misión autoconferida a las potencias civilizadas del Norte: “Señores, esto es lo que ocurre cuando
movemos los hilos en Oriente. Los salvajes se dignifican y el islam se doblega.
Sigamos así. Lo estamos haciendo bien”. Así me suenan los aplausos que
recibe la joven cuando sus discursos se dirigen a los grandes distintivos del planeta.
Sus palabras son conmovedoras. Sus
intenciones están llenas de una fuerza envidiable, de un coraje colosal, pero
su público deja mucho que desear. La pequeña ha seguido siendo noticia tras los sucesos
que la lanzaron al respeto internacional y eso es algo que me saca de quicio.
Comparecencias en Naciones Unidas, discursos ante el Parlamento
Europeo, libros autobiográficos censurados en Pakistán “por ser
una herramienta de Occidente”, clubs de fans, decenas de reconocidos premios. ¿Reconocidos?
Aborrezco el Nobel de la Paz desde que éste luce en el despacho oval de Obama,
a quien, por cierto, Malala tuvo la oportunidad de conocer personalmente en una
citación particular. Es estupendo que la persona más ocupada del planeta se
preocupe por los derechos educativos que asisten a las niñas en Pakistán y, mucho
más, que disponga de un hueco en su apretada agenda para conocerla
personalmente –nótese el sarcasmo–. No sé cuál sería la relevancia de la reunión, pero no
hubo medio en el mundo que se olvidara de publicar la foto de cortesía.
Si la defensa de los derechos humanos es una
cuestión de imagen, como mucho temo que así es, apaga y vámonos. De los
medios depende que algo sea bueno o sea malo, porque la diferencia entre un
mártir y un terrorista es muy sutil. Es cuestión de perspectiva o, mejor
aún, de intereses.
Y poco a poco todos vamos entrando en esa
espiral de engaños. Acabamos perdiendo
la ética por haberla perdido otros antes.
Nadie se acuerda ya de cómo llegaron los
talibanes a Pakistán –menos aún, las nuevas generaciones–, pero ahora más que
nunca hay que condenar su impermisible régimen. Nótese de nuevo el sarcasmo.
Intolerantes y asalvajados, anacrónicos y desfasados. Son capaces de disparar a
una joven por querer estudiar, así que poco parece importar quién los entrenó.
Todo son halagos, todo son elogios para la pequeña. A Obama debió venirle muy
bien el encuentro con Malala para lavar la conciencia
histórica de su país, si es que la tiene.
Cuando las cuestiones económicas parecen
quedar relegadas a un segundo plano en pro
de la dignidad del ser humano, hay que sospechar. Es lamentable pero así es.
Lo es porque parece llegar el
día en que podamos adquirir camisetas con plantillas de Malala, al más puro
estilo Che Guevara. Ya lo dice el dicho, si
no puedes vencer a tu enemigo, únete a él: vende su imagen, comercialízalo.
Yo, por si acaso, como soy persona de últimas tendencias y no me gusta destacar,
me he adelantado diseñando la mía.
Espero no necesitar estamparla
jamás.
Ironías a parte, creo que la cuestión es
aborrecible en exceso. La politización del fenómeno social siempre lo es. Si la
política dejara de entrometerse en el jardín de lo social o de lo humano, todos
seríamos mucho más felices: palabra de catalana.
Y si no, que se lo digan a Matisyahu, el
cantante judío-hasidí de reggae/hip-hop con influencias dub/ska más
querido y alabado sobre la faz de la tierra, pese a su ortodoxia religiosa. Con
él os dejo.
Laura Delgado
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