viernes, 3 de enero de 2014

La era del marketing diplomático: de la ética de la dignidad a la estética de los mass-media





Malala Yousafzai.
¿Acaso queda alguien sobre la faz de la tierra que siga desconociendo las hazañas de la joven pakistaní? Sin ánimo de desmerecer su coraje y lejos de ser proclive a simpatizar con las teorías conspiranoicas de algunos escépticos exagerademente antiamericanos –o antibilderberg– cabe reconocer que el fenómeno Malala está alcanzando unos límites maliciosamente cuestionables.

La joven pakistaní recibió un balazo en la cabeza hace poco más de un año. Se convirtió en el blanco de los talibanes por defender el derecho a la educación de las niñas en Pakistán.

Gul Makai.

Así firmaba la pequeña en el blog que la BBC compartía con el mundo difundiendo el modelo de vida que el régimen del Tehrik e Taliban Pakistan (TTP) había impuesto en el Swat.

La que hic et nunc escribe, jurista por formación, especializada en derechos humanos por pasión y devoción, no puede evitar que se le erice la piel al advertir el férreo compromiso de la pequeña para con los derechos humanos.

Si bien es cierto que la causa en defensa de los mismos debe ser parte de una campaña global y universal, resulta desgarrador tratar de imaginar qué es lo que llevó a la joven a sacrificarse de tal manera a tan temprana edad.

La dignidad no entiende de edades.

 Con todo, o mejor dicho, pese a todo, no pretendo ensalzar aquí a una figura que tan oportunamente y, en mi opinión, tan míseramente, se ha convertido en el lavado de cara de los que controlan el mundo. Los poderosos de turno han sabido aprovechar los felices acontecimientos para sacar tajada de ellos y, por suerte o por desgracia, el contexto fruto de los caprichos del azar los ha revestido de cierta credibilidad. El mundo árabe llevaba ya un par de años siendo objeto de atención cuando Malala se dio a conocer en el 2012.

La loable actitud de la niña se ha acabado convirtiendo casi en algo reprochable. La normalización de la farsa por la que nos hemos convencido de la existencia del choque de civilizaciones convierte las grandes hazañas en banalizaciones propagandísticas del sistema. Por todos es bien sabido que los medios de comunicación contribuyen bien a ello, como bien demostró la feliz e ilusamente aireada Primavera Árabe.

Dicen que la historia la cuentan los vencedores, pero el presente aún no es historia y también hay que contarlo. Es curioso ver cómo el paso del tiempo modifica las percepciones de hechos que, con mayor o menor intensidad, llegaron a ser presente en nuestro día a día. Aunque sólo sea por lo imparable de esa historia, cabe preocuparse por la manera en que ésta se transmite a las nuevas generaciones.

Es difícil dar con algún medio de comunicación que no se hiciera eco de la noticia en su día: la historia es conmovedora y digna de portada. No obstante, con independencia de que los hechos sobresaltaran a la comunidad internacional por la propia sensibilidad de los mismos, parece que algunos medios quisieron aprovecharse de su relevancia mediática para venderlos con más o menos simpatía hacia la religión islámica. Al fin y al cabo, no todos los días se presenta la oportunidad de demonizar al islam convirtiendo en mártir viviente a una pequeña inocente de 15 años.

Líneas politizadas. Entrelíneas islamófobas.

Occidente no ha demorado mucho en sacarle partido al filón de Malala, que parece estar al pleno servicio de los mandamases del mundo. La joven pakistaní representa el éxito de la misión autoconferida a las potencias civilizadas del Norte: “Señores, esto es lo que ocurre cuando movemos los hilos en Oriente. Los salvajes se dignifican y el islam se doblega. Sigamos así. Lo estamos haciendo bien”. Así me suenan los aplausos que recibe la joven cuando sus discursos se dirigen a los grandes distintivos del planeta.

Sus palabras son conmovedoras. Sus intenciones están llenas de una fuerza envidiable, de un coraje colosal, pero su público deja mucho que desear. La pequeña ha seguido siendo noticia tras los sucesos que la lanzaron al respeto internacional y eso es algo que me saca de quicio.

Comparecencias en Naciones Unidasdiscursos ante el Parlamento Europeo, libros autobiográficos censurados en Pakistán por ser una herramienta de Occidente”, clubs de fans, decenas de reconocidos premios. ¿Reconocidos? Aborrezco el Nobel de la Paz desde que éste luce en el despacho oval de Obama, a quien, por cierto, Malala tuvo la oportunidad de conocer personalmente en una citación particular. Es estupendo que la persona más ocupada del planeta se preocupe por los derechos educativos que asisten a las niñas en Pakistán y, mucho más, que disponga de un hueco en su apretada agenda para conocerla personalmente –nótese el sarcasmo–. No sé cuál sería la relevancia de la reunión, pero no hubo medio en el mundo que se olvidara de publicar la foto de cortesía.


Si la defensa de los derechos humanos es una cuestión de imagen, como mucho temo que así es, apaga y vámonos. De los medios depende que algo sea bueno o sea malo, porque la diferencia entre un mártir y un terrorista es muy sutil. Es cuestión de perspectiva o, mejor aún, de intereses.

Y poco a poco todos vamos entrando en esa espiral de engaños. Acabamos perdiendo la ética por haberla perdido otros antes.

Nadie se acuerda ya de cómo llegaron los talibanes a Pakistán –menos aún, las nuevas generaciones–, pero ahora más que nunca hay que condenar su impermisible régimen. Nótese de nuevo el sarcasmo. Intolerantes y asalvajados, anacrónicos y desfasados. Son capaces de disparar a una joven por querer estudiar, así que poco parece importar quién los entrenó. Todo son halagos, todo son elogios para la pequeña. A Obama debió venirle muy bien el encuentro con Malala para lavar la conciencia histórica de su país, si es que la tiene.

Cuando las cuestiones económicas parecen quedar relegadas a un segundo plano en pro de la dignidad del ser humano, hay que sospechar. Es lamentable pero así es.

Lo es porque parece llegar el día en que podamos adquirir camisetas con plantillas de Malala, al más puro estilo Che Guevara. Ya lo dice el dicho, si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él: vende su imagen, comercialízalo. Yo, por si acaso, como soy persona de últimas tendencias y no me gusta destacar, me he adelantado diseñando la mía. 
Espero no necesitar estamparla jamás.

Ironías a parte, creo que la cuestión es aborrecible en exceso. La politización del fenómeno social siempre lo es. Si la política dejara de entrometerse en el jardín de lo social o de lo humano, todos seríamos mucho más felices: palabra de catalana­.

Y si no, que se lo digan a Matisyahu, el cantante judío-hasidí  de reggae/hip-hop con influencias dub/ska más querido y alabado sobre la faz de la tierra, pese a su ortodoxia religiosa. Con él os dejo.






Laura Delgado

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